Por: Aram Ahoranian
En 7/18.- En los últimos años, América Latina y el Caribe ha sido una región con enorme dinamismo, originalidad en bregar contra políticas neoliberales y ajustes políticos y sociales regresivos, aun en un mundo con notorios retrocesos globalizadores, y sufriendo la negativa y desmoralizadora influencia de radicalismos superficiales enunciativos que, al frustrase, configuran un escenario sin salida, sin otra alternativa que resignarse.
No cabe duda que lo ha hecho con vaivenes y, en gran medida no solo debido a que se generaron cambios de escenarios y posicionamientos con fuertes polarizaciones. Los procesos populares no fueron acompasados – como sí ocurrió en otras épocas en la región- por imprescindibles análisis de fondo y debates críticos originales y propuestas firmes y consistentes, no repetitivas, y por supuesto no basados en recetas dogmáticas envasadas. Hubo una llamativa distancia entre los enunciados y las acciones concretas.
Fue a partir de 1492 cuando Europa logra ponerse como centro y constituir discursivamente a las demás culturas como periferias, y usó la conquista de Latinoamérica y el Caribe para sacar una ventaja comparativa determinante con respecto a sus antiguas culturas antagónicas (turco-musulmana).
Las diferentes formas de conocimiento eurocéntrico se construyeron ‒ y lo peor es que aún hoy lo hacen ‒ bajo una concepción de modernidad excluyente. Desde la llegada a América, Europa se erige como modelo único de toda la civilización, entonces se torna necesario poder vislumbrar qué se se derivó de un eurocentrismo dominador e impositivo y, a partir de allí, cómo no fue posible controlar la economía, la autoridad, el género y la sexualidad, y en definitiva, la subjetividad.
Llamativamente, numerosos teóricos, académicos, “expertos”, desembarcaron en la América latina del nuevo milenio para ayudar a los gobiernos progresistas de la región a encauzar sus procesos liberadores y socialmente justicieros, de acuerdo con su idiosincrasia, conocimientos, memoria e ideología europeas (a veces presentados como marxistas o gramscianos), tomando posiciones terminantes en relación a ricas pero complejas experiencias en América Latina inexistentes en el viejo continente, desplegando la “teoría de los posible”, contra las posibilidades de revoluciones, o siquiera de cambios o medidas imprescindibles para priorizar la defensa de los intereses sociales o nacionales.
Algunos de los expertos “desembarcados” en los últimos tres lustros en la región han aportado sus conocimientos a los procesos progresistas, muchos otros quisieron imponer su “debe ser”, basados por supuesto en la priorización de otros intereses. Éstos, aún pudiendo ser genuinamente solidarios o de perfil progresista, actuaron por preconceptos ideológicos y la superficialidad, descontextualización de opiniones, posiciones y propuestas.
A no dudar, debemos repudiar terminantemente la estigmatización de los extranjeros en cualquier lugar del mundo, pero para ello es imprescindible partir del reconocimiento de que se trata de una problemática común a la relación, sino que la problemática es común a la relación de países centrales y periféricos o aún entre países mayores y menores subalternos, en forma paternalista, de hecho habitualmente degradante aun vestidas con las mejores intenciones.
Hoy siguen, en muchos casos, condicionando el desarrollo de las políticas de reformas estructurales en nuestros países, a veces con buena intención, otras representando a sus patrocinadores, entre ellos bancos, trasnacionales financieras, calificadoras de riesgo, partidos políticos del establishment y, sobre todo, paralizando progresos impensables en la realidad de países centrales.
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