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Por Rafael Bautista S.

Les brindamos, como anticipo y como nuestro homenaje a los 150 años de El Capital, el prólogo de nuestro nuevo libro.


Prólogo:


¿Por qué fracasa el socialismo en el largo siglo XX?
 
El propósito inicial de este libro fue respondernos a la pregunta: ¿por qué el socialismo fracasa en el siglo XX? Esta nueva versión, de un trabajo anterior[1], quiere subrayar ese propósito; porque la promoción entusiasta del llamado “socialismo del siglo XXI”, no posee un diagnóstico en regla del fracaso del socialismo pasado. Sólo escuchamos y leemos argumentos que abogan por una “adaptación” teórico-práctica a la situación promovida por el capitalismo tardío (lo cual recuerda la carta de presentación del posmodernismo, situándonos en una “condición post-moderna” que supuestamente habría dado fin a las “grandes narrativas”, marxismo incluido); de modo que, al no haber una exposición crítica de los límites, sobre todo teóricos, del “socialismo del siglo XX”, tampoco se produce una nueva fundamentación del nuevo socialismo.


            Esta falta de reflexividad crítica se acentúa cuando, como secuela posmodernista, se asume un escenario post-marxista. El abandono de la obra de Marx fue promovido por el posmodernismo, dejando a toda la izquierda indefensa ante la argumentación que, desde Weber hasta Popper, había desarrollado la ciencia burguesa a título de ciencia universal[2]. Hasta ahora los marxistas no saben distinguir el concepto de ciencia que presupone la obra de Marx y que responde a la tradición de la Wissenschaft o ciencia crítica, en contraposición a la science anglosajona o ciencia estándar (pertinente al capitalismo); la segunda se impone definitivamente, por las armas, desde la segunda guerra mundial y nuestras academias, cuando adoptan inocentemente el concepto de ciencia del triunfador, no son capaces de hacer esa distinción capital a la hora de proponerse la producción de conocimiento propio.


En la perspectiva de la science anglosajona –defendida por el empirismo lógico, el racionalismo crítico, la filosofía analítica y el posmodernismo– se forman generaciones de marxistas que ya no pueden hacer una recepción crítica de la obra de Marx[3] sino que, o la convierten en un dogma de fe o la declaran mera ideología sin importancia científica. Por eso no fue de extrañar la abjuración pública que se desató ante el derrumbe del muro de Berlín; pasarse de bando fue lo más natural, al extremo de advertir que varios de los impulsores del neoliberalismo fueran precisamente apóstatas. El fracaso era doble no sólo porque se había perdido la lucha, con la caída del socialismo, sino por el abandono, deserción, y delación que protagonizaba esa migración política. Una cosa es perder, pero otra capitular, pasarse a las filas del enemigo y concluir su cometido.


            Pero aquello es la culminación del desencanto. Que la izquierda haya siempre estado implicada en la reversión de los procesos revolucionarios para reponer a la derecha siempre acechante, forma parte de la constante histórica que retrata el fracaso en su más hondo desconcierto. En esa historia, su propia vocación de poder quedó siempre relativizada y condenada a ser siempre resistencia y nunca transformación efectiva.


            Las consecuencias políticas del fracaso destacan esa fatalidad. Y se reafirma más por el hecho que, cuando se accede al poder, sucede una suerte de domesticación que, no sólo modera los ímpetus revolucionarios, sino que promueve la abdicación. Por eso las oportunidades perdidas son sucedidas por décadas de repliegue popular, ante nuevas y más impetuosas arremetidas conservadoras. Por eso son fracasos históricos. Entonces,

¿cómo se explica esta tragedia que envuelve la historia del socialismo, sobre todo, en el siglo XX?


            La adopción de un concepto de ciencia no es, como se cree, indiferente al proyecto político que me propongo. Las apuestas políticas son siempre, y de modo previo, apuestas que ya se dan epistemológicamente. Porque aquello, además, viene determinado por el “marco categorial”[4] que presupongo (del cual no siempre soy consciente); éste define el tipo de relación que establezco con la realidad, es decir, en tanto expresa una perspectiva, define también la praxis que impulso, porque el tipo de relación que establezco con la realidad, configura los márgenes de factibilidad (lo que es posible y lo que no). Por eso la realidad no es nunca una realidad a secas sino que está determinada por el “marco categorial” que presupongo y, desde el cual, interpreto la realidad. La realidad se me aparece con sentido desde cierta perspectiva; veo sólo lo que tiene sentido y guarda correspondencia con esa perspectiva, por eso me permite inteligir y pensar sólo aquello que destaca esa perspectiva.


            La falta de reflexividad en torno a los “marcos categoriales”, por parte del marxismo, denota la ausencia de reflexión dialéctica a la hora de emprender el camino de la ciencia. Marx mismo subtitula a El Capital: “crítica al sistema de categorías de la ciencia económica burguesa”. Con ello está ya indicando un punto de partida: el concepto de ciencia que reivindica es crítico, o sea, no es descriptivo. Por eso sostiene en la famosa tesis 11 sobre Feuerbach que, hasta ahora, sólo se ha interpretado la realidad, cuando “de lo que se trata es de transformarla”, o sea, de originar una nueva apertura de posibilidad con la realidad, o sea, un nuevo concepto de praxis.


Marx es consciente de la reflexión categorial porque la lógica dialéctica que despliega su crítica le conduce a desmontar el carácter fetichista, ya no sólo de la mercancía, sino del sistema de categorías de la ciencia burguesa (expresado en la economía pero extensible a todos los otros ámbitos). Es decir, lo que Marx descubre es que el encubrimiento sistemático de las relaciones de explotación y dominación que produce el capital, se desarrolla en el sistema de categorías que fundamenta a la ciencia burguesa.


            Ahora bien, ese sistema de categorías, como decíamos, constituye una perspectiva, una visión de mundo, que enmarca hasta nuestras expectativas y que, por eso mismo, presupone un determinado “modelo ideal”[5] que sostiene y legitima al horizonte que abre aquella perspectiva. Entonces, lo que, metodológicamente, la dialéctica le permite a Marx, es remontarse lógicamente al “modelo ideal” que presupone el capitalismo.


Pero esto sólo es posible si parte desde otro “modelo ideal”, porque en el anterior se funda el sistema de categorías que está sometiendo a crítica; por eso dice: “imaginemos una comunidad de hombres libres”[6], o sea, propongámonos otro mundo, ya no éste sino definitivamente otro. O sea, lo que está diciendo es que transitemos existencialmente hacia otro “modelo ideal”. Cuando hace esto es que se le aparece el capitalismo y el mundo que ha constituido en todas sus miserias y contradicciones; por eso, al final de su vida, no deja de expresar “su odio y desprecio cada vez mayores hacia la sociedad capitalista [Marx] quien antes había dado la bienvenida al impacto del capitalismo occidental sobre las estancadas economías precapitalistas como una fuerza inhumana pero históricamente progresista [se muestra] cada vez más horrorizado por esta inhumanidad”[7].


Esa inhumanidad es producida y la produce la producción capitalista, es decir, produce una humanidad deshumanizada, ¿cómo produce eso?, por medio del consumo. Porque nunca consumo sólo mercancías sino lo que contienen y expresan; en definitiva, una forma de vida. Esa forma de vida, mediante el consumo, llega a formar parte de mí, o sea, constituye mi subjetividad. Y la constituye de acuerdo al “modelo ideal” que presupone. Por eso Marx, para exponer la lógica suicida del capital, expone su “modelo ideal” y en éste aparecen sus mitos (a los que Marx llama “robinsonadas”). Entonces, lo que consumo son sus mitos; por eso dice que la mercancía capitalista se halla envuelta en el “misticismo del mundo de las mercancías, en la magia y la fantasmagoría que nimban los productos del trabajo fundados en la producción de mercancías”[8].


Ese misticismo, magia y fantasmagoría denota una cobertura mítica que le otorga, a la mercancía, un aura hasta religiosa; por eso su carácter fetichista consiste, entre otras cosas, en su consagración en cuanto objeto de culto. Pero la mercancía no adquiere semejante carácter por sí sola, esto es sólo posible si el portador de aquélla se vacía de vida para, por una cesión de voluntad, transfiere valor a la cosa, de modo que la cosa aparece como persona y la persona como cosa.


Esto sucede con el desarrollo. El carácter fetichista de la mercancía no aparece con la mercancía sino que ella sintetiza este carácter porque el fetichismo forma parte constitutiva del “modelo ideal” que presupone el capitalismo: la modernidad. Por eso el capitalismo produce, mediante el consumo, el tipo de humanidad que la hace posible: la sociedad moderna (sólo “modernizándose” es que el capitalismo tiene sentido). Mediante el consumo es que me constituyo en subjetividad moderna porque, si lo que consumo, es el “modelo ideal” contenido, lo consumo en la forma de mitos; los mitos son el aura mágica que alimenta mis sueños y expectativas. Uno de esos mitos es el desarrollo. Mi consumo entonces ya no está determinado por mis necesidades sino por el mito; el mito es como un velo que no me permite ver lo que ese tipo de consumo produce en mí.


El desarrollo es imposible sin otro mito: el “progreso infinito”. Una sociedad funcionalizada en torno al “progreso infinito”, vive para el “progreso”. El “progreso” se vuelve un fetiche que promete todo, a condición de que, también, se comprometa todo. En ese comprometerlo todo es que descubre su carácter fetichista, pues eso tiene un límite, pero el “progreso” no vislumbra límites. El bienestar y la opulencia que produce, produce también derroche, lo que caracteriza a la sociedad moderna, diseñada en torno al aprovechamiento ilimitado de los recursos.


El desarrollo nace de ese diseño. Pero los recursos no son infinitos y, en consecuencia, el derroche tiene un límite. Pero la lógica del desarrollo requiere un crecimiento económico siempre exponencial. Esta contradicción es lo que destaca la crisis climática producida por la civilización petrolera, sostenida por el mito del desarrollo y el progreso. El prometerlo todo hace que lo arriesgue todo, como el iluso: cree que nunca ha de perder nada. Así actúa la sociedad moderna, basa su forma de vida en una ilusión: los recursos son infinitos, por eso derrocha todo. Por tenerlo todo, inevitablemente, destruye también todo. Es la constancia del capitalismo: produce destruyendo. Destruye la fuente de donde procede todo lo que hace posible nuestra vida. Pero ya no vemos aquello, porque lo que vemos es lo que el mito quiere que veamos.


Vemos “desarrollo”, pero ya no vemos la destrucción que se produce. Vemos “progreso”, pero ya no vemos las ruinas que deja a su paso. Vemos “modernización”, pero ya no vemos el costo humano y natural que representa aquello; las mercancías se abaratan, porque el precio real lo pagan otros, con sus vidas. Pero nada de eso vemos, porque el mito encubre nuestra visión. Vemos sólo lo que el mito quiere que veamos. Eso se llama fetichismo. 


El marxismo ortodoxo parte, muy a su pesar, de una metafísica de la historia. Ve al capitalismo como la etapa desarrollista que presupone el socialismo, en una secuencia fatídica de las supuestas “leyes de la historia”. Esta metafísica, culminada en la “filosofía de la historia” de Hegel, atraviesa al socialismo. Pese a que las revoluciones socialistas no se dan, precisamente, en los países capitalistas más avanzados (para desmentir aquella metafísica), lo que hace el socialismo es desarrollar a sus países en los términos desarrollistas que propagandizan los países ricos. Pero con esto no se genera las condiciones para socializar la economía sino todo lo contrario, siembra el contexto para la contra-revolución.


La visión desarrollista, naturalizada en la propia izquierda, le hace perder de vista que el capitalismo, para imponerse, necesita destruir toda otra forma de producción y, con ello, toda otra forma de vida, para imponerse e imponer su propia forma de vida: la sociedad moderna (sólo de ese modo aparece como lo único posible). Para ello genera una nueva visión de la historia, donde todo lo previo se inferioriza, es decir, se cancela toda posibilidad histórica de restauración y, de ese modo, toda apuesta sólo puede enmarcarse dentro del discurso auto-justificativo de la modernidad; y de esto se da cuenta hasta el propio Marx, gracias al diálogo que entabla con los populistas rusos: “… subrayó [Marx] en forma creciente la viabilidad de la comuna primitiva, sus poderes de resistencia a la desintegración histórica e incluso su capacidad de transformarse en una forma superior de economía sin destrucción previa”[9]. El propio socialismo, en lo sucesivo, se encargará de anular toda esta capacidad de trasformación de lo más genuino de nuestros pueblos, para constituirse en el generador de la reposición conservadora y la consecuente adopción del capitalismo más acabado –por no decir salvaje– en nuestros países.


            Ingenuamente se cree que el desarrollo es independiente del proyecto político que se asuma, pero el desarrollo propaga y sostiene toda una ideología prescriptiva que modela y enmarca una visión de mundo pertinente exclusivamente para el capitalismo. Atrapados en el “modelo ideal” que presupone el capitalismo, es decir, la modernidad, los socialistas piensan que oponerse al desarrollo es volver a la prehistoria, haciendo gala de un eurocentrismo que afirmar su colonización mental; creyendo, como dogma de fe, en la descualificación que produce la modernidad de todo lo que no es ella, para aparecer siempre, la modernidad, como lo único posible y deseable.


Lo que ponemos a consideración crítica, en este texto, es que es imposible superar el capitalismo si no se desnuda y desmonta el “modelo ideal” que lo hace posible y que se encuentran expresados en los mitos que le legitiman. El fracaso del “socialismo del siglo XX” es producto de una falta de reflexividad crítica que, entre otras cosa, sucede por una recepción a-crítica de la obra de Marx. Una recepción crítica debiera de haber producido el paso metodológico de la teoría del fetichismo a una teoría de la descolonización. Sólo de ese modo podría haberse emprendido una crítica al mito del progreso y el desarrollo. Cuando Marx habla de “otras formas de producción”, se está refiriendo a “otros modelos ideales”. El marxismo interpretó aquello con pasar la producción, en el mejor de los casos, a manos obreras, o a la dirección estatal; pero nunca se propuso lo que se colige de “otra forma de producción”, esto es, la producción de una nueva subjetividad. Si la subjetividad sigue siendo moderno-capitalista, es imposible esa otra forma, porque la producción produce, siempre y en primer lugar, sujetos: qué tipo de sujetos vamos a producir depende de qué tipo de producción vamos a impulsar.


La tematización del desarrollo, en cuanto mito, nos descubrió una constante que se advierte en casi todos los teóricos del socialismo: nadie pone en duda el horizonte de expectativas que promueve el propio capitalismo y que podría sintetizarse en: la “modernización radical” (“desarrollo” y “progreso”) como programa de vida. El posmodernismo nunca atinó a considerar que la verdadera “gran narrativa” había relativizado todo, incluso la vida, para ser el sacrificio perfecto en el altar del desarrollo. La “condición posmoderna” no era post sino la modernidad acabada; como también el socialismo no fue sino, en palabras de Franz Hinkelammert, “modernidad in extremis”.


Así como la situación “poscolonial” no significa la superación de la colonialidad, así también, podemos decir, que el socialismo de los gobiernos “progresistas”, aun cuando se planteen un post-neoliberalismo, nunca se proponen un post-capitalismo. No saben cómo salir de ese entuerto, porque no basta con criticar (porque no todo el que critica es crítico) sino de haber podido trascender existencialmente el paradigma de vida que presupone el capitalismo.


Entonces, este texto quisiera, a diferencia de otros tantos que critican al desarrollo, mostrar metodológicamente el cómo es posible transitar hacia un más allá que el desarrollo para organizar una efectiva trascendencia de los límites hasta cognitivos que nos ha impuesto el mundo moderno del desarrollo. Una crítica al desarrollo no concluye con un no al desarrollo sino con delimitar lo que es: el desarrollo no es un fin en sí mismo, por lo tanto, no podría ser, ni siquiera, criterio económico, menos para una nueva economía (porque lo que interesa, en ésta, son sus finalidades, el para qué).


El “socialismo del siglo XXI” debiera ser consciente del eurocentrismo que ha preñado a la tradición marxista y que ha devenido en la colonialidad subjetivada de sus protagonistas. El fracaso histórico del socialismo tendría incluso que, poner en la mesa de debate, si el socialismo tiene todavía sentido. Para acabar de desencajar a los ortodoxos: así como Marx terminó dando la razón a los populistas, en contra de los bolcheviques; así también, podemos decir que, Marx, daría la razón, hoy en día, a los “pachamamistas”, en contra de los desarrollistas. Pero ya no se trata de dilucidar qué pensaría sino de actualizar su pensamiento ante los retos actuales. Se trata de pensar con Marx, más allá de Marx. Y eso tiene que ver con recuperar y restaurar formas de vida negadas y excluidas, que puedan proporcionarnos nuevas alternativas, ante la orfandad utópica en la que nos ha hundido el mundo moderno.


Por último, debo señalar que estas reflexiones no podrían ser posibles sin una comunidad de argumentación; en ese sentido, quisiera manifestar mi agradecimiento a nuestra comunidad de argumentación que, como comunidad de vida, hace posible que despleguemos estas ideas y las vayamos afinando y puliendo siempre, para su mejor comprensión. Entonces, a los y las integrantes de “el taller de la descolonización”, a la “comunidad del águila y el cóndor”, mi más sincero agradecimiento. Y, con el permiso de nuestras Huacas, Achachilas, Uywiris, nuestra PachaMama y nuestro AlajPacha, a nuestros abuelos y abuelas, a nuestros ancestros y nuestros muertos, a todos ellos va dedicado este libro.
 
 
La Paz, Chuquiapu Marka, 8 de abril de 2017
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________________________________________
[1] Bautista S., Rafael: Del mito del desarrollo al horizonte del Suma Qamaña”, CBDDHH, 2012.
[2] A qué nos referimos cuando hablamos de ciencia, lo exponemos en la Introducción de este trabajo.
[3] La obra de Hugo Zemelman nos sirve precisamente para advertir que no basta tener ante sí, una teoría crítica, porque se puede hacer una recepción a-crítica hasta de una teoría crítica. Cfr. Zemelman, Hugo: Uso crítico de la teoría, IPN, México, 1987.
[4] A diferencia de los “marcos teóricos”, que delimitan recortes cognitivos de la realidad, los “marcos categoriales” configuran relaciones de sentido con la realidad; de modo que fundan el sentido de la praxis (o el tipo de intervención en la realidad) que impulso. El sentido es lo que establece las condiciones de posibilidad de la praxis, o sea, la factibilidad de un proyecto no es algo privativo o el apriori que impone lo dado (de los “realistas”) sino que, también se enmarca en la apertura de objetividad de la perspectiva asumida. Cfr. Hinkelammert, Franz: Las armas ideológicas de la muerte, DEI, San José, Costa Rica, 1977; también: Zemelman, Hugo: op. cit.
[5] Ver nota 103.
[6] Cita proveniente del capítulo I de El Capital: El carácter fetichista de la mercancía y su secreto. Amplifiquemos la cita, dice: “como la economía política es afecta a las robinsonadas, hagamos primeramente que Robinson comparezca en su isla”; o sea, Marx dice que la economía burguesa es afecta a las “robinsonadas” y no es consciente de ello, es decir, parte de una situación hipotética inventada y pretende, mediante aquello, explicar la realidad, pero si Robinson comparece en su isla, resulta que la situación (o “modelo ideal”) de la cual parte la economía burguesa, el capitalismo, nunca existió y, por lo tanto, no puede ser punto de partida; por eso dice después: “trasladémonos ahora de la radiante ínsula de Robinson a la tenebrosa Edad Media europea”, o sea, realicemos un tránsito, trascendamos el “modelo ideal” que presupone el capitalismo y lo que encontramos, ya no es la “tenebrosa edad media”, porque desde el capitalismo y el mundo moderno, todo lo anterior aparece como “inferior”, “salvaje”, devaluado, pero, si ya no vemos con los ojos del capitalismo, lo que encontramos es que, “en lugar del hombre independiente nos encontramos con que aquí todos están ligados por lazos de dependencia”, es decir, la libertad liberal, lo que hace, es romper con los lazos de solidaridad que poseían los mundos anteriores, que no eran tan malos como dice la modernidad; por eso remata con la necesidad de partir, de modo consciente, de otro “modelo ideal”, porque la praxis humana se impulsa desde un horizonte de creencias que no se funda en la razón, por eso dice: “imaginémonos finalmente, para variar, una comunidad de hombres libres que trabajen con medios de producción colectivos y empleen, conscientemente, sus muchas fuerzas de trabajo individuales como una fuerza de trabajo común”. Cursivas nuestras.
[7] Prólogo de Eric Hobsbawn, en: Marx, Karl y Hobsbawn, Eric: Formaciones económicas precapitalistas, México, Siglo XXI, 1978, p. 36.
[8] Capítulo I de El Capital: El carácter fetichista de la mercancía y su secreto.
[9] Prólogo de Eric Hobsbawn: op. cit., p. 36. Cursivas nuestras.

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