Por Leandro Albani
Jin es el

 

nombre que elige para contar su historia. Por supuesto, no es un nombre real. Llegué a Jin (que significa “Vida” en kurmanji), después de un mes de intercambios de correos electrónicos. Idas y venidas, y días de espera. Hasta que me avisaron que llamarían por teléfono. En la era de las telecomunicaciones instantáneas, el teléfono de línea. Por seguridad, me explicaron. Entre ella y yo se escuchan frituras, y no es para menos. La comunicación se corrige un poco, ahora la voz es más clara. Hablamos la misma lengua. Por eso la insistencia en hablar con Jin. Porque es una de las pocas personas, tal vez la única, que habla español en el norte de Siria (Rojava).

Le pido que me dé algunos datos personales para, al menos, contar un fragmento ínfimo de su vida. No son muchos. Jin los enumera rápidamente: nació en un pequeño pueblo del Kurdistán turco, llegó a Rojava hace tres años, participó en varias operaciones de las Unidades de Protección del Pueblo (YPG/YPJ) como asistente sanitaria, ya que forma parte del Comité de Salud en el cantón de Cizîre. Con apenas 22 años, colabora con los médicos y ayuda a los heridos que llegan luego de los combates contra el Estado Islámico (ISIS).

Le pregunto por qué viajó a Rojava a sumarse a la lucha por la liberación de ese territorio, fronterizo con Turquía, y que desde hace varios años atraviesa un proceso social y político que estremece a Medio Oriente. “Me sumé por influencia de las mujeres y hombres kurdos que conocí en el lugar donde vivía”, sintetiza en un español dificultoso pero tranquilo.

Jin recuerda que su familia no era “patriota”, como se les dice a quienes apoyan las lucha por la liberación de Kurdistán. “Más bien estaba ligada a partidos de centro derecha, conservadores turcos, sobre todo mi padre”, cuenta. “Conocí mi kurdicidad dentro de la revolución de Rojava. Luego varios familiares se sintieron influenciados por mi participación en el movimiento de liberación kurdo y comenzaron a reconocerse también, a apoyar en diferentes niveles al movimiento”, agrega.

Por estos días, desde el Comité de Salud de Cizîre recorre buena parte de esa región que siempre fue rica, pero a la que nunca le permitieron la prosperidad. Debajo del suelo de Rojava están las principales reservas de petróleo de Siria. Arriba, su tierra es fértil pese al paisaje árido en el que la tierra revolotea con el viento. El trigo es el principal cereal que se produce. El granero de Siria. Así llaman a la región kurda del país. Históricamente, el petróleo y el trigo eran producidos en Rojava, pero luego trasladados al oeste de Siria donde se procesaban. El abandono, la desidia, la pobreza y la negación. Eso sufrían los pobladores kurdos. Al igual que sufren todavía sus hermanos en las regiones kurdas de Irak, Irán y, principalmente, Turquía.

Cuando llegué a Rojava pasé un mes, más o menos, conociendo la realidad, los pueblos, acercándome a los sectores árabes que no los conocía”, relata Jin que siempre vio con inquietud e interés lo que sucedía en las montañas de Qandil, en el Kurdistán iraquí, donde se encuentran las bases del Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK). “Para mí fue muy importante porque era la primera vez que estaba bien insertada dentro de la propuesta del movimiento kurdo y porque conocí Kurdistán a través de los ojos de los milicianos. En el Kurdistán turco tuve mucho contacto y conocí a la sociedad, pero esa población y la de Rojava no es la misma. Es el mismo pueblo, pero todos estos años ese pueblo estuvo incluido en estados diferentes”, relata.

La historia del pueblo kurdo es similar a la de los vascos, los baluches, los palestinos, los pueblos originarios de América Latina. La negación de su existencia por parte de los estados, la represión física, pero también la prohibición de hablar su lengua, escribir sus pensamientos, interpretar sus canciones. Este podría ser un resumen sintético de la historia de los kurdos, el pueblo más grande del mundo sin un Estado. Y las rebeliones, desde que la historia es historia, como única forma para no desaparecer. “Al principio fue conocer a todas las organizaciones que en estos cinco años se han institucionalizado en Rojava –cuenta Jin-. Después trabajé en las Asambleas de Salud, que incluyen médico y enfermeras, ciertas instituciones y a los representantes de los comités de salud de las comunas”.

Cuando en 2011 Siria entró en el espiral de la Primavera Árabe, el pueblo kurdo del norte del país esperó, paciente, que los acontecimientos se desarrollaran. Su desconfianza era doble: ante el Estado sirio, gobernado por Bashar Al Assad, y frente a los grupos armados incipientes que nacían y que derivarían en el Frente Al Nusra y el Estado Islámico (ISIS), entre muchos otros.

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